9 abr 2009

El tren que une Varsovia con Budapest

Estoy esperando a mi chica que ha vuelto de Hungría. Se fue allá hace unos seis meses porque está desarrollando un proyecto de voluntariado europeo. La verdad es que no me hacía mucha gracia la idea. Conozco perfectamente el ambiente de ese tipo de programas financiados con el dinero del sufrido tax-payer. Detrás de esa familia de programas Peter Pan (llámense Erasmus, Leonardo, Youth y otros afines ) hay, en realidad, muy poca cosa. Dinero gastado en parties, borracheras y viajes subvencionados enmascarado todo ello bajo una jerga de solidaridad, interculturalidad, non-formal learning, y trabajo para la comunidad que no se la cree ni el equipo de euroburócratas, técnicos y asesores diversos que redacta los handbooks explicativos de cómo participar en dichos programas. Otro día creo que volveré sobre el tema. Hoy no me encuentro de humor. Programas para promover que los jóvenes de diviertan. Para tenerlos entretenidos. Para prepararles en su proceso de adaptación a la cruda realidad. Programas Peter Pan les llamo yo. Aunque tal vez esté exagerando un poco pues yo mismo, en parte, soy producto de esos mismos programas que ahora critico.

Quiero traer hoy a mi blog mis experiencias en Hungría. Sobre este país volveré en varias ocasiones pues se encuentra en el corazón mismo de la vieja Europa y ha protagonizado importantes episodios de la historia europea. El día de Navidad cogí mi mochila y decidí plantarme en Budapest. Y lo hice a través del ferrocarril. Toda una aventura. Las líneas de autobuses internacionales ese día no funcionaban. Y la única forma viable de ir a Budapest era para mí el tren. El viaje fue fascinante. Debo reconocer que los
Lietuvos gelezinkeliai son puntuales y, en general, bastante cómodos. Y, como casi siempre, andan medio vacios. Hice dos cambios en Lituania. Tuve que bajarme primero en Marijampole y luego en Sestokai. Un tren polaco nos recogió a mi, y al puñado de pasajeros que haciamos el trayecto, en la fantasmagórica estación de Sestokai que parece una estación en ruinas. Perfecta para una película de espías a lo James Bond. El tren polaco, como era de esperar, llegó con retraso a la estación central de Varsovia. Llegaba mi tren y salía el que debía tomar para ir a Budapest. Fue salir de un tren y meterme en el otro. No tenía billete y, por supuesto, no tenía zlotys en el bolsillo. Pero tenía euros.

El tren que une Warsaw con Budapest Keleti es, como decimos los catalanes, la reostia. Es un viaje que debería ser obligatorio para todos los estudiantes de integración europea. El tren se detenía cada vez que entraba en un nuevo país. Y entonces bajaba la antigua tripulación y subía un nuevo equipo. Todavía no entiendo muy bien por qué. Se lo pregunté a uno de los revisores y se echó a reír. Así son las normas.
Poland is Poland and Czech Republic is Czech Republic, me dijo.

Como yo no llevaba billete tuve que pagar
in situ, durante el trayecto. Y bueno, debo decir que, gracias a los bajos salarios de los controladores y a que la corrupción es una forma de vivir en muchos países del Este de Europa, la cosa no me salió mal del todo. Primero pagué en Polonia a través de una tarjeta de débito. Me dieron recibo. Pero también hubieran aceptado cobrar menos si pagaba en euros. El tema es que no tenían cambio de euro y no me dio la gana de que me devolvieran el cambio en zlotys.

El tren se detuvo más de media hora en la frontera de Chequia. Eran las 2 de la noche. Había salido de Kaunas a las 12 del mediodía y estaba hecho polvo. Se produjo el primer cambio de tripulación del convoy. El tipo que entró, un controlador de mediana edad, moreno, cepado, de expresión taciturna, fue muy correcto en su labor. Pagué la parte del trayecto que me correspondía e intenté echarme a dormir. Pero fue en vano porque a las 4 de la mañana ya estábamos en territorio eslovaco. Nuevo cambio de tripulación y me abren el compartimento donde estaba dormitando dos tipos que parecían controladores y me ofrecen un buen
deal. Uno de ellos me giña un ojo como haciéndose el simpático. Les pago con un billete de 20 euros y ellos me devuelven 16 euros en monedas. O sea que sólo pagué por el trayecto 4 euros. Todos salimos ganando. Yo ahorro y ellos se meten un sobresueldo en la butxaca. Y que los trenes los financie Barroso con los Fondos Estructurales.

Ya no me pude dormir porque en una de las estaciones de camino a Bratislava subieron decenas de viajeros. Eran aproximadamente las 6 de la mañana. Hasta entonces había disfrutado de un
camarote para mí sólo. Ahora debía compartirlo con cuatro tipos más que, según entendí, iban a trabajar a alguna factoría de Bratislava. Iban totalmente borrachos metiéndose algo que parecía vodka. Lo sé porque, por un tema de camaradería varonil mal entendida, me tuve que meter un lingotazo de ese alcohol anisado de color rojizo que estaban chupando. La botella era de una Fanta limón. Pero su contenido era puro veneno. Entre risas y bromas los obreros se despidieron de mí y se bajaron en la estación de Bratislava. No sé cómo se las arreglarían en la fábrica. Llevaban una curda importante. Supongo que les pagarían una mierda. Entonces mejor trabajar borracho. Mejor que te tomen por borracho que por tonto. En Bratislava volvieron a subirse a ese tren gentes de todo tipo. Incluído un animado grupo de jóvenes turistas japoneses que se dirigían a Budapest exhibiendo amenazantes sus cámaras de fotos de muchos megapixels, sus ipods y todo tipo de gadgets y artilugios. Eran las 8 de la mañana y el tren llevaba aproximadamente un retraso de dos horas. En la frontera con Hungría nuevamente cambio de tripulación. Yo ya estaba totalmente despejado y con ganas de llegar a Budapest Keleti donde debía encontrarme con mi novia. Entonces se me acerca un controlador magyar, bajito, de abundante pelo rizado y con un bigote a lo Pancho Villa y directamente me pide que le dé cinco euros y que no me hace recibo. Y tan amigos. De hecho creo que al final hice un buen business. Me aproveché de la corrupción de los controladores de los ferrocarriles y por el trayecto Varsovia-Budapest no llegué a pagar más de 40 euros.

Llegué entorno a las diez y media de la mañana a la estación de Budapest Keleti. Dos horas más tarde de lo que anuncian en el
schedule que publican en la website de los ferrocarriles polacos. La entrada en la estación fue memorable. Nada más bajar del tren uno tiene la sensación de volver medio siglo atrás en el tiempo. Y sólo haciendo un viaje de esas características y comparando las realidades de Hungría con, por ejemplo, Lituania, uno entiende que hay una diversidad tremenda en lo que todavía hoy se denomina en España "países del Este". Ese término estigmatizador fue creado durante el período de la guerra fría y formaba parte del discurso maniqueo promovido por los ideólogos de la economía de mercado -capitalismo- en su lucha contra la alternativa civilizatoria que representaba el modelo de economía planificada de inspiración socialista. Lituania no se parece en nada a Hungría. No hay nada en común entre ambos países. Eso resulta evidente ya desde el primer momento en que uno pisa la estación de Budapest Keleti. Es un concepto barroco, caótico, colorido, meridional de estación de trenes muy alejado de la sobriedad funcional de la aséptica y algo aburrida Vilnius Stotis. El pueblo magyar tiene como símbolo el pimentón rojo o paprika que es un elemento omnipresente en su especiada y sabrosa cocina. Los lituanos casi no condimentan su comida. La comida y las estaciones de tren ofrecen mucha más información sobre la historia e idiosincrasia de una nación que cualquier sesudo tratado historiográfico o sociológico. Es cuestión de saber interpretar la información que nos viene de la cotidianeidad misma.

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