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El dedo de La Défense |
APROVECHO este frío y nublado domingo de Pascua para actualizar mis cartas. Que las tengo nuevamente en estado de coma terminal. Son las ocho de la mañana. Como todos los domingos, he puesto la tele para ver las noticias y los programas infantiles de TV5 Monde. Porque los domingos me gusta desayunarme en francés. Me he preparado un sencillo y saludable petit déjeuner a base de panecillos con semillas de sésamo, requesón fresco desmenuzado (liesa varškės en lituano) de la marca “Vaquita verde” (Žaloji karvutė) y miel natural recolectada por el apicultor Vytis Garbauskas. Un producto que viene empaquetado en sencillas tarrinas de plástico y que sólo se comercializa en puestos ambulantes y pequeñas tiendas de Kaunas. Y en el supermercado de la cadena Šilas que tengo a pocos metros de casa. Una miel tan natural que a veces si se le acerca la oreja a la tapa puede escucharse el zumbido de las abejas dentro. También, claro está, me he preparado un café fuerte en mi vieja cafetera moka. Que adquirí nada más llegar a Kaunas. De eso hará ahora ya casi cinco años. Por las mañanas necesito un buen chute de cafeína para poder funcionar. Tengo tras de mí, mientras escribo esta carta, a mi negra “Matilda”. El bajo eléctrico, negro como el azabache, que compré hace dos años cuando volví de dar unos cursos en Sao Paolo y Río de Janeiro. Unos cursos de marketing para tipos ricos y privilegiados y por los que me pagaron un pastón de la releche. Además, claro está, del vuelo entre Vilnius y Sao Paolo en business class y dos hotelazos de cinco estrellas. Uno de ellos frente a la mismísima playa de Copa Cabana. Una experiencia que tú, querido lector, probablemente no podrás permitirte nunca en tu vida. Sobre todo si me sigues desde España. Ese vertedero de parados, subvencionados de distinto tipo y aspirantes a poner estampillas en alguna de las numerosas y sobredimensionadas administraciones públicas que coexisten en el Reino de Taifas. Pues bien, le puse el nombre de “Matilda” a mi bajo eléctrico en honor a una divertida cancioncita del gran artista y activista político americano Harry Belafonte. El rey del Calypso. Matilda, la chica que “takes my money and runs Venezuela”. Una mala chica, sin duda. El bajo me lo compré con el asesoramiento de Charly, mi amigo de correrías ecuatoriano. Que vive como yo aquí en Kaunas desde hace cinco años. Amigo de aventuras y desventuras. Y con el que me voy a chelear frecuentemente. Un tipo especial este Charly. Un auténtico “filósofo de la mujer”, como él mismo gusta definirse. Un día debería contar su historia. Llena de sustancia y especias como la sabrosa comida ecuatoriana que cocina. Aquel curso que hice en Brasil me representó un montón de cash en el bolsillo. Y, bueno, yo soy así. Como hijo de familia de clase obrera, criado en un suburbio situado en el cinturón “rojo” de Barcelona aprendí a vivir con poco. Y a moderar el gasto. Sin embargo, tal vez porque llevo sangre andaluza en las venas, a veces me da el subidón y gasto sin ton ni son. Y tiro el dinero por la ventana. Me compré a Matilda para cumplir uno de mis sueños de adolescente carente de recursos. Comprarme un bajo chingón. Para emular a Fermín Muguruza. El de los míticos Kortatu. Me fui con mi amigo Charly a la tienda de instrumentos musicales más pija de Kaunas. Y estuvimos allá un par de horas probando un montón de bajos y amplis. De hecho quien los probaba era mi amigo ecuatoriano. Que sabe tocar la guitarra. Y es capaz también de sacarle varios acordes al bajo. Al final nos decidimos por el instrumento que me compré. Porque es un bajo ligero, discreto, elegante, bien facturado. A Matilda la vestí nada menos que con un auténtico cinturón fabricado en piel de la marca Harley-Davidson. “Lo importante es el cinturón”-me dijo mi migo Charly- “A las viejas lo que les impresiona no es la guitarra en sí misma sino lo que la adorna”. Ya he dicho que Charly es todo un filósofo de la mujer. Así que seguí su sabio consejo de consumado maestro en el arte de la seducción y también me compré el cinturón Harley-Davidson. Y el mejor amplificador para bajos que tenían. Me gasté un pastón en cumplir mi viejo sueño. Ahora sólo hace falta que aprenda a tocar el bajo, claro. Lo que no es moco de pavo. Porque no tengo ni tiempo, ni motivación ni demasiadas ganas de aprender a tocarlo. Lo que hago, mientras tanto, es sacarle el polvo de vez en cuando a Matilda. Aunque a veces me da por darles la tabarra a los vecinos y la enchufo al ampli. Y por unos momentos parece que soy el mismísimo Ringo Starr, batería de los Beatles, tocando el bajo. Peor imposible. A veces he utilizado a Matilda en alguna “performance” callejera. O la he llevado a alguna fiesta organizada por la universidad para la que trabajo. Pero se trata más bien de una payasada lo que hago yo. Porque ya digo que no tengo ni idea. También, cuando llega el sol y el calorcito, a veces he sacado a Matilda a la calle, bien protegida en su funda negra. Para ver la reacción de la gente. Se trata de hecho de una especie de experimento sociológico que busca entender por qué la gente valora tanto la apariencia de las cosas. Pasearse con el bajo al hombro por Laisvės aleja, la principal vía peatonal de Kaunas, cuando hace sol y buen tiempo es simplemente una gozada. Es como tener un I-pad, o un I-pod, o un I-phone o un I-diot. O algo así. Algo que confiere status y que atrae la atención del sexo opuesto. Y que genera envidia y frustración entre los competidores en el duro y difícil mercado del amor. Un tonto ejercicio de vanidad que, sin embargo, he hecho de forma consciente con el propósito de evaluar hasta qué punto los fundamentos mismos de la ciencia del marketing son o no correctos. Lo importante no es que sepas tocar el bajo. Sino que tengas un bajo y te pavonees con él como si fueras el mismísimo Charles Mingus. Lo importante no es que sepas escribir. Sino tener un I-pad o un I-diot con Wi-fi y poner cara de intelectual mientras se hace ver que se escribe algo interesante. Mientras se toma un capuccino en Starbucks o en Vero Café (una cadena de café muy popular por aquí). Nadie reparará en las faltas de ortografías. Ni en que apenas has leído un puto libro en tu triste vida de abecedeto funcional. Lo importante no es que sepas la tabla de multiplicar, o la o con un canuto o dónde se encuentra el húmero. Lo que cuenta en esta sociedad de la apariencia es tener un diploma para colgar en la pared estampillado por una universidad de relumbrón. El instrumento que no se sabe tocar, el I-diot del tipo que no sabe escribir ni leer bien, el diplomilla de médico “comprado” con el dinero de los papás en una universidad privada (o en una universidad del Este de Europa) son elementos que confieren status a quienes los poseen. Luego la vida suele colocar a cada uno en el sitio que probablemente merece. Desde luego a mí nunca me colocará sobre un escenario haciendo de telonero de los Rolling Stones. Por mucho bajo y mucho cinturón “Harley Davidson” que tenga.
La vida me colocó a mí hace unos días nada menos que en París. Porque yo lo valgo, como decía uno de los anuncios de un conocido bálsamo para el pelo. Me fui para allá para dar unas clases sobre innovación y creatividad en una de las escuelas universitarias de management más elitistas de Francia. Todo pagado, claro. Incluido el hotel de lujo en los Champs-Élysées. Pagado con tu dinero. Con el dinero del sufrido contribuyente europeo. La semanita que me raspé en la capital francesa estaba financiada con distintos fondos comunitarios. Y bueno, ya me tenéis allá en La Défense, en el desmesurado e hipertecnológico clúster de los negocios, las finanzas y la innovación de París degustando toda suerte de vinos y de quesos franceses a vuestra costa. Mis queridos y sufridos seguidores. Y codeándome con un selecto grupo de profesores venidos de todas partes del mundo. Entre los que se encontraba nada menos que un tataranieto del genial escritor norteamericano Edgar Allan Poe. Un profesor que tiene el mismo nombre que su insigne pariente y que trabaja en una universidad de Louisiana. Una universidad que, según me contó, fue creada para favorecer el acceso de la población negra a la educación superior. Y a la que me invitó a ir. Un tipo con el que hice buenas migas. Y con el que tomé unas (muchas) botellas de excelentes Bourdeaux. Su tatarabuelo le metía al vino y al láudano. Y casi a todo según creo. Nosotros claro, sólo bebimos vino. Porque el láudano no entraba en el menú. Y no tenía financiación comunitaria.
Historia de la fotografía: La fotografía que incluyo en este post tiene poca historia. Se trata de una enorme figura fálica en bronce que representa el dedo pulgar. O el dedo índice. O algo que por pudor no nombro aquí. Una estatua que se encuentra ubicada en pleno centro del clúster financiero y tecnológico de La Défense. Una estatua que es como un símbolo de poder. El complejo de La Defénse se halla ubicado fuera de los arrondissements del París histórico. Cruzando el Pont de Neully en dirección a Nanterre. Yo me desplazaba allá en metro. Pero en un par de ocasiones me di la pateada porque quería ver la zona. Se tarda unos cincuenta minutos en cubrir a pie la distancia entre La Defénse y el Arch de Triomphe. Y decididamente vale la pena. Generalmente esta zona queda fuera de los circuitos “oficiales” de los tour-operadores. Pero, desde mi punto de vista, la zona merece una visita. Una visita a La Defénse y a la ciudad dormitorio de Saint-Denis. Lo recomiendo para quienes quieran conocer algo distinto al París-museo de las postales. Que para eso ya tenemos las postales. Digo yo.
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